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La evolución de los dinosaurios

«Bien. Porque yo creo que es usted un dinosaurio machista y misógino.
Una reliquia de la Guerra Fría»
M.

¿Conocen ustedes el índice Big Mac? Es una herramienta que inventó The Economist en 1986 para analizar el cambio internacional de divisas. La teoría puede simplificarse a lo siguiente: ya que el Big Mac es el mismo en todo el mundo, comparando los precios entre los diferentes países podemos ver si sus monedas tienen el ratio de cambio que merecen. O si por el contrario unas divisas están infladas o devaluadas más de lo que deberían.

El índice Big Mac es una forma de acercar la economía al ciudadano medio con una herramienta de brocha gorda. A pesar de que su simplismo puede estar ignorando ciertos factores, ha acabado por lograr hacerse un importante nombre hasta como materia de estudio en carreras universitarias. Las tendencias que marca, a escala macro, hablan la verdad.

En el mundo de la cultura existe otra prueba del algodón similar: el test de Bechdel. Quizá hayan oído hablar de él. Fue inventado también a mediados de los 80, en las tiras de un tebeo lésbico y feminista, donde un personaje bromeaba que sólo iría a ver una película que cumpliese las siguientes tres reglas. Primero, debía tener al menos dos mujeres; segundo, debían hablar entre ellas en algún momento; y tercero, debían hablar de algo que no fuese un hombre.

Parecen unas reglas muy sencillas, pero si revisan un puñado de películas y las aplican, se darán cuenta de la vasta cantidad que no superan el test. Compruébenlo. Que una película en concreto no supere un test tan sencillo de representatividad femenino no indica automáticamente que sea una horrenda pieza misógina, ni mucho menos. Pero cuando tal cantidad de obras culturales lo suspenden, el algodón no nos engaña: la sociedad tiene un problema. Como el índice Big Mac, el test de Bechdel puede flaquear a escala individual, pero es certero a vista de pájaro. Como anécdota, el Instituto de Estudios Suecos apoyó recientemente una medida que llevó a cuatro cadenas de multicines suecas a mostrar, junto a la clasificación por edades, si una película superaba el test de Bechdel.

Igual que podemos usar el precio de un Big Mac como reflejo del poder adquisitivo de un país o la cantidad de películas que superan el test de Bechdel para ver la situación social de la mujer, se me ocurrió un día en la ducha invertir el eje. En vez de analizar muchos elementos en un momento del tiempo, analizar un elemento en muchos momentos del tiempo. Una constante en nuestra sociedad que nos refleje y que, examinándola, veamos una evolución de nosotros mismos. Un meme en el sentido más Dawkins del término: replicándose sin cesar y reinventándose con nosotros.

Como debía reflejar la sociedad, sería más fácil encontrar candidatos en el ámbito cultural. Hoy en día hay largas sagas que son reinterpretadas constantemente. Los Power Rangers, por decir algo, van por su vigésima encarnación, Doctor Who ha cumplido 50 años el año pasado, y los superhéroes de Marvel y DC llevan casi 80 entre nosotros. De todos estos ejemplos, es quizá justo el noveno arte el que mejor se ajuste a lo que buscaba. Los superhéroes pasaron sucesivamente de nacer por efectos radioactivos, a hacerlo por alienígenas, mutaciones genéticas y nanobots. Una clara muestra de las preocupaciones de cada generación desde la Segunda Guerra Mundial. Pero su fantasía, su ambientación en mundos extraños, invalidaban su propósito para un análisis de tipo social. Los problemas de un mundo con mutantes y magos, aunque trasunto de nuestra sociedad, llevan una distorsión ineludible. Necesitaba algo más fiel.

Ya saben por donde voy. Me di cuenta de que había un icono popular que, manteniendo un corazón prácticamente intacto, ha ido tomando instantáneas de nuestra sociedad occidental cada dos años desde hace décadas.

Bond. James Bond.

Este artículo abre con una cita de Goldeneye (1995), sin duda de sus mejores películas, en la que se decía lo que gran parte de la sociedad piensa: Bond es un carca borracho machista. Quizá sea verdad. Pero tras ver las 24 películas, puedo afirmar que no siempre lo ha sido, y si en algún momento lo es, es porque nosotros lo somos. Es nuestra fantasía. Aunque el Bond de los noventa no es el Bond de los ochenta, ni el de los setenta, ni el de los sesenta. Se puede hasta hilar mucho más fino: el Bond del 89 no es el Bond del 81, por ejemplo.

La foto que cada película de Bond hace de la sociedad que lo produce, que lo germina por exudación de sus características, ayuda a entender la historia. Viendo Dr. No (1962), es fácil ver que la gente seguía atemorizada por el efecto de las bombas nucleares en manos equivocadas. Cuando la productora aplazó Sólo para sus ojos (1981) para adelantar Moonraker (1979) en su lugar, fue debido al éxito apabullante de La guerra de las galaxias: Bond debía aprovechar también el boom del espacio. Similarmente, una URSS en ruinas, incapaz de presentar un enemigo en condiciones, llevó en 1989 al Bond más personal, alejado de tramas estatales, durante Licencia para matar; y al parón de seis años hasta el Goldeneye de 1995, durante el cual hubo que replantearse a Bond más seriamente que nunca… a la vez que nos replanteábamos el mundo tras la caída de la Unión Soviética.

Por tanto, no creo osado afirmar que Bond es un vehículo excelente para analizar los cambios de nuestra sociedad durante el siglo XX (y el XXI que llevamos). Cada pequeña elección en sus películas se ha hecho de forma muy consciente y muy reflexiva. Si Bond dejó de llevar sombrero a partir del Vive y deja morir de 1973 cuando disparaba a través del cañón del inicio, fue porque ya no era un símbolo de elegancia, sino de naftalina.

¿Y qué podemos aprender de la evolución que ha sufrido Bond en todos estos años? Yo he percibido ciertas tendencias — todo fluctúa — y noten que no digo en ningún momento que alguno o todos o ninguno de estos cambios me parezcan mejoría. Podría hablarles de un alejamiento de los grandes supervillanos megalómanos del ayer como el Dr. No o Ernst Stavro Blofeld. De unos oponentes que ya no hacen el mal porque sí, sino que son más realistas: multinacionales avariciosas o traficantes de drogas. Un intento — más que rotundo éxito — de alejarse de los subtonos machistas que lo definen. Una actualización de los métodos: de amenazas nucleares a hackers creadores de caos. Un Bond cada vez con menos vicios explícitos (tabaco, alcohol) y en cambio más tosco y violento.

Pero un maratón de Bond es una experiencia espiritual, como mirar a los ojos de una esfinge. Cada uno percibirá lo que quiera ver. Yo he obtenido mi respuesta. Ahora les toca a ustedes.


Si te ha interesado el test de Bechdel quizá tengas curiosidad en el test de Bérber. O quizá quieres leer mis crónicas individuales sobre las cuatro primeras películas de James Bond.

Publicado originalmente en el número de invierno 2015 de terrae.