Skip to content

Experimentos

La cornisa se derrumbó donde segundos antes estaba Jaya, quién lo esquivó por escasos centímetros. Todavía asombrada, se sacudió el polvo del pantalón.

— ¿¡Qué diablos…!?

La bóveda entera estaba temblando, como agitada por un niño con un sonajero. Una lluvia de piedras caía de los zócalos mientras las vidrieras reventaban en un estallido de color. Nico seguía inmóvil, envuelto en una nube de polvo y cristales, en medio de la amplia sala.

— Esto no es un maldito terremoto…

Jaya corrió en zigzag hacia el fatídico e imponente cachivache que dominaba la estancia. Tras sortear una maraña de inexpugnables cables logró arrancar del interruptor la mano del estupefacto ruso y devolverlo a su posición de apagado.

Ese gesto pareció despertar a Nic de su absorto letargo y comenzó a blasfemar. Jaya se vio forzada a contener una risita mientras el rebelde bigotillo juguetón revoloteaba al son de sus rugidos.

— ¡Erres una insensata! ¿Porr qué has parrado el experrimento? ¡Debemos continuarr!

Intentó agarrar de nuevo la palanca, pero le bastó mirar a la cara a su ayudante para perder en seco todas sus agallas.

— Posiblemente tuviese algo que ver con el edificio derrumbándose, profesor. Dudo que podamos permitirnos más desastres arquitectónicos.

No era para menos. Todos los anteriores intentos del alocado inventor habían resultado en la destrucción de caseríos, chozas y habitáculos de diversa índole. No habían pasado ni tres años desde que una mala calibración estuviese a punto de tirar abajo la torre que alojaba su último generador de energía, estando dentro todo el personal. Y más importantemente, su principal inversor. En dos días, Nico se encontró sin dinero, sin tierras y sin asistentes.

Por suerte para él, Jaya parecía apreciar hasta cierto punto el riesgo y la imprevisibilidad del profesor, y le acompañó en su regreso a la madre patria en busca de nuevas oportunidades.

— ¡Nunca llegarremos a ninguna parrte si nos dejamos amedrrentarr por una pequeña sacudida! La ciencia no sabe de obstáculos, y ese maldito cabrrón de Thomas tampoco.

Viejas rencillas nunca mueren.

— Créame Doctor, es usted capaz de cosas inimaginables, pero no creo que pueda diseñar experimentos desde la tumb-

Un adoquinazo en la cabeza le impidió continuar. La pequeña ermita volvió a sacudirse, con más virulencia que la vez anterior. El suelo empezó a agrietarse, haciendo trastabillar a Nic. Mientras se agachaba sobre la chica para socorrerle, un agudo pitido reclamó su atención.

— ¡Aha! Sabía que podrría logrrar invertirr el polo magnético del planeta con una carga téslica suficiente. Si ahorra pudierra aprovecharr esta turbina para enviarr señales al otrro lado del mundo…

Al profesor le brillaban los ojos mientras ajustaba botoncitos y apretaba engranajes, completamente ajeno a la figura que comenzaba a asomar de las entrañas de la tierra.

La habitación aún giraba alrededor de Jaya cuando abrió un ojo y vió un enorme gólem plateado surgir de una sima delante de sí.

— Ugh… ¿profesor?

Sus palabras fueron ahogadas por el pesado retumbar de la mole metálica, que se alzaba ya varios pies por encima de a la titilante máquina. Su enorme sombra oscurecía la instancia, haciendo finalmente reaccionar a Nic. Pero su iracundo gesto se congeló en cuanto se dio la vuelta.

— …

Un rápido bofetón le estampó contra la pared. El monstruo rugió en una mezcla de furia y liberación. Jaya no se lo pensó dos veces y aprovechó para ir junto al profesor. Mientras el gólem compartía su felicidad con los muros de la ermita, cargó su cuerpo a las espaldas y le sacó del edificio. «Parece que llegó mi día».

La campiña en Tunguska solía ser un lugar relativamente silencioso, así que la mudanza del ruidoso inventor había sido recibida con mala cara. Pero lo de aquella noche, ¡era intolerable! Los murmullos de desaprobación pronto se tornaron gritos de rechazo, y pronto una turba de antorchas y rastrillos emprendió el camino hacia el bosque a expresar amablemente su disconformidad.

Mientras tanto, Nic seguía inconsciente. Sucesivos fracasos económicos habían vaciado sus bolsillos y no es que estuviese precisamente bien alimentado y lleno de energías. «Tanto mejor», pensó Jaya. Eso haría más fácil su trabajo. Recordaba su época en la academia, memorizando las directrices. «Hay que evitar los testigos, los testigos provocan consecuencias». Apoyó al profesor contra un árbol y volvió su vista hacia las ruinas de la ermita, donde el gólem parecía no haber tenido problemas en reducir la máquina de 15 años de trabajo del profesor a un suntuoso manjar.

«Tanto secretismo… podrían haberme dicho que tendría que enfrentarme a un maldito ser metálico surgido de la tierra que se alimenta de aparatos eléctricos». Aunque no estaba convencida de que hubiese tomado en serio un dossier así. Echó mano a su bolsillo para encontrárselo vacío. «Estupendo». Apenas le dio tiempo a suspirar cuando una red de manos la agarraron por detrás y la tiraron al suelo.

Si algo añadía mayor ultraje si cabe a la situación, era que vivía en situación de promiscuidad con aquella muchacha francesa. ¡Habrase visto! No era de extrañar que le hubiesen expulsado de los Estados Unidos, pero no pensaban permitir que trajese el pecado al tranquilo Imperio Ruso. ¡Aquellas bacanales o rituales que celebrasen por las noches debían terminar!

Jaya forcejeaba con la masa de incultos borregos que la retenía. Por alguna razón, suponía que era inútil explicarles su proveniencia o misión. «Ah, perdona, te dejaremos seguir con tus asuntos del siglo XXV, avísanos al acabar». Con un ágil giro, logró accionar su deslocalizador para teleportarse y aparecer unos metros más allá. La multitud enmudeció. Una cosa era quemar a alguien por brujería y otra que de veras resultase ser un brujo.

— … ¡bu!

Jaya observó satisfecha como los aldeanos emprendían la carrera ladera abajo y se giró para encarar al gólem. No había tiempo de volver hasta su arma. El engendro de metal llevaba demasiado tiempo en libertad y pronto la línea temporal se resentiría. Había que sacarlo de allí. Amplió la potencia del deslocalizador y apuntó con cuidado. El zumbido resultó extrañamente ensordecedor. «Espera, ¿metal? Me pregunto si…»